para Meche y Paula
(las negritas del Bracamonte)
No se
fue. Eso es fácil de percibir. Está por allí, impregnando todo y todos...
Todos
se ven afectados. Se pierden en pensamientos y reflexiones, tienen ganas de
escribir o de llorar o de pintar, chupan hasta caerse al suelo como hace tiempo
ya habían dejado de chupar. Roban flores del velorio después de la misa. Se
ríen cuando deberían llorar. Se divierten recordando historias, anécdotas,
gestos, momentos.
En un
comienzo de camino les da ganas de andar y andar, tal vez hasta Campodén o hasta
la ENBA de los años 40, cuando Sérvulo, Humareda y el propio Andrés Zevallos
andaban por allí, jóvenes pululantes, pupilos de José Sabogal y Julia Codesido,
esos chicos del pós indigenismo, del neo indigenismo, inspirados e influenciados
por los muralistas mejicanos, por los pensadores originales como Mariátegui,
por los poetas revolucionarios como Vallejo, por esa aventura de las
vanguardias del mundo del siglo XX que siempre será.
Él,
quietecito, mudo, casi sonriente, observa su cuerpo allá abajo, rodeado por los
amigos de la ciudad, una fila de gente llorosa o conmovida, piensa que tuvo el
tiempo y la lucidez para despedirse de la mayoría, para dejar instrucciones
divertidas sobre las músicas, los oficiantes, los arreglos de flores, los
lugares amados que recibirán sus cenizas, hasta el rumbo e intensidad del
viento o brisa o soplo que irá dispersar las cenizas – pero nunca el espíritu.
Y así,
ahora universo, ahora valle, ahora esfera infinita, don Andrés recuerda brevemente
el abrazo a los hijos, la frase ingeniosa, pellizcar los cachetes, tocar la
nariz, abrazar, soñar juntos que volamos en el viento.
Recuerda
poco y guiña el ojo derecho, el más reilete. Y se vuelve color, jalca, púquio,
duende, poncho, un macizo de cactus, una pareja danzando marinera… un animal
dormido - azul, muy azul - que por veces me visita en sueños.
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